El título se clasifica como anticipatorio,
adelanta el tema a desarrollar en el cuento; simbólico, ya que el
protagonista, “Esteban”, adquirirá
dimensiones de símbolo, al transformarse, durante el relato, en la
materialización de los deseos más profundos y secretos de los habitantes del
pueblo, simboliza la fuerza provocadora del cambio que lleva al progreso y a la
unidad del pueblo, es hiperbólico, al aumentar de forma exagerada
lo que se dice, este ahogado, es el más hermoso del mundo, ***y chocante,
típico de la literatura latinoamericana
El comienzo del cuento es abrupto,
carece de una introducción previa que brinde datos, obligando así al lector, a
realizar la interpretación ubicándose en el planteo.
El narrador es predominantemente omnisciente, que todo lo sabe, su
conocimiento de los hechos es total y absoluto, sabe lo que piensan y sienten
los personajes, pero por momentos, se hará colectivo, mediante el empleo del estilo indirecto libre, que hace que las palabras del narrador se
confundan con las del personaje o los personajes.
García
Márquez narra con el fondo de la narrativa realista regionalista, y con el
lenguaje de su región, lengua vernácula.
El
relato comienza con el encuentro del
ahogado. El hallazgo se produce en el agua, símbolo de vida. Así se
presenta al mar como elemento simbólico, con tres propiedades: unidad, poder y vida. En este relato, el
mar se las transfirió al protagonista, y éste después, al pueblo.
Llegó
del agua a redimir lo estéril, así dio vida
a los habitantes “de la tierra”,
que después lo harán regresar al agua, ya como dueño de una historia,
conscientes del cambio que ha producido. Tiene relación con los héroes mitológicos que han bajado a las
“profundidades acuáticas”, de donde salen con vida, o sea, con poder sobre la
muerte.
El autor desde el inicio, presenta el accionar de los agentes por separado.
Los
primeros agentes de la acción
presentados son los niños, comienza con su visión: “Vieron el promontorio...” el narrador describe por medio de imágenes visuales, cinéticas y cromáticas
cómo se acercaba por el mar, oscuro y sigiloso.
Los primeros niños que vieron el promontorio oscuro y sigiloso que se
acercaba por el mar, se hicieron la ilusión de que era un barco enemigo.
Después vieron que no llevaba banderas ni arboladura, y pensaron que fuera una
ballena. Pero cuando quedó varado en la playa le quitaron los matorrales de
sargazos, los filamentos de medusas y los restos de cardúmenes y naufragios que
llevaba encima, y sólo entonces descubrieron que era un ahogado.
Habían jugado con él toda la tarde, enterrándolo y desenterrándolo en la
arena, cuando alguien los vio por casualidad y dio la voz de alarma en el
pueblo. Los hombres que lo cargaron hasta la casa más próxima notaron que
pesaba más que todos los muertos conocidos, casi tanto como un caballo, y se
dijeron que tal vez había estado demasiado tiempo a la deriva y el agua se le
había metido dentro de los huesos. Cuando lo tendieron en el suelo vieron que había sido mucho más grande
que todos los hombres, pues apenas si cabía en la casa, pero pensaron que tal
vez la facultad de seguir creciendo después de la muerte estaba en la
naturaleza de ciertos ahogados. Tenía el olor del mar, y sólo la forma permitía
suponer que era el cadáver de un ser humano porque su piel estaba revestida de
una coraza de rémora y de lodo.
No tuvieron que limpiarle la cara
para saber que era un muerto ajeno. El pueblo tenía apenas unas veinte casas de
tablas, con patios de piedras sin flores, desperdigadas en el extremo de un
cabo desértico. La tierra era tan escasa, que las madres andaban siempre con el
temor de que el viento les llevara a los niños, ya los pocos muertos que les
iban causando los años tenían que tirarlos en los acantilados. Pero el mar era
manso y pródigo, y todos los hombres cabían en siete botes. Así que cuando
encontraron el ahogado les bastó con mirarse los unos a los otros para darse
cuenta de que estaban completos.
Aquella noche no salieron a trabajar
en el mar. Mientras los hombres averiguaban si no faltaba alguien en los pueblos vecinos, las
mujeres se quedaron cuidando al ahogado. Le quitaron el lodo con tapones de
esparto, le desenredaron del cabello los abrojos submarinos y le rasparon la
rémora con fierros de descamar pescados. A medida que lo hacían, notaron que su
vegetación era de océanos remotos y de aguas profundas, y que sus ropas estaban
en piltrafas, como si hubiera navegado por entre laberintos de corales. Notaron
también que sobrellevaba la muerte con altivez, pues no tenía el semblante
solitario de los otros ahogados del mar, ni tampoco la catadura sórdida y
menesterosa de los ahogados fluviales. Pero solamente cuando acabaron de
limpiarlo tuvieron conciencia de la clase de hombre que era, y entonces se
quedaron sin aliento. No sólo era el más alto, el más fuerte, el más viril y el
mejor armado que habían visto jamás, sino que todavía cuando lo estaban viendo
con les cabía en la imaginación.
No encontraron en el pueblo una cama bastante grande para tenderlo ni una
mesa bastante sólida para velarlo. No le vinieron los pantalones de fiesta de
los hombres más altos, ni las camisas dominicales de los más corpulentos, ni los zapatos del mejor
plantado. Fascinadas por su desproporción y su hermosura, las mujeres
decidieron entonces hacerle unos pantalones con un buen pedazo de vela
cangreja, y una camisa de bramante de novia, para que pudiera continuar su
muerte con dignidad. Mientras cosían sentadas en círculo, contemplando el
cadáver entre puntada y puntada, les parecía que el viento no había sido nunca
tan tenaz ni el Caribe había estado nunca tan ansioso como aquella noche, y
suponían que esos cambios tenían algo que ver con el muerto. Pensaban que si
aquel hombre magnífico hubiera vivido en el pueblo, su casa habría tenido las
puertas más anchas, el techo más alto y el piso más firme, y el bastidor de su
cama habría sido de cuadernas maestras con pernos de hierro, y su mujer habría
sido la más feliz. Pensaban que había tenido tanta autoridad que hubiera sacado
los peces del mar con sólo llamarlos por sus nombres, y habría puesto tanto
empeño en el trabajo que hubiera hecho brotar manantiales de entre las piedras
más áridas y hubiera podido sembrar flores en
los acantilados. Lo compararon en secreto con sus propios hombres,
pensando que no serían capaces de hacer en toda una vida lo que aquél era capaz
de hacer en
una noche, y terminaron por
repudiarlos en el fondo de sus corazones como los seres más escuálidos y
mezquinos de la tierra. Andaban extasiadas por estos dédalos de fantasía,
cuando la más vieja de las mujeres, que por ser la más vieja había contemplado
al ahogado con menos pasión que compasión, suspiró:
- Tiene cara de llamarse Esteban.
Era verdad. A la mayoría le bastó con mirarlo otra vez para comprender
que no podía tener otro nombre. Las más porfiadas, que eran las más jóvenes, se
mantuvieron con la ilusión de que al ponerle la ropa, tendido entre flores y
con unos zapatos de charol, pudiera llamarse Lautaro. Pero fue una ilusión
vana. El lienzo resultó escaso, los pantalones mal cortados y peor cosidos le quedaron
estrechos, y las fuerzas ocultas de su corazón hacían saltar los botones de la
camisa. Después de la medianoche se adelgazaron los silbidos del viento y el
mar cayó en el sopor del miércoles. El silencio acabó con las últimas dudas:
era Esteban. Las mujeres que lo habían vestido, las que lo habían peinado, las
que le habían cortado las uñas y raspado la barba no pudieron reprimir un
estremecimiento de compasión cuando tuvieron que resignarse a dejarlo tirado
por los suelos. Fue entonces cuando comprendieron cuánto debió haber sido de
infeliz con aquel cuerpo descomunal, si hasta después de muerto le estorbaba.
Lo vieron condenado en vida a pasar de medio lado por las puertas, a
descalabrarse con los travesaños, a permanecer de pie en las visitas sin saber
qué hacer con sus tiernas y rosadas manos de buey de mar, mientras la dueña de
la casa buscaba la silla más resistente y le suplicaba muerta de miedo siéntese
aquí, Esteban, hágame el favor, y él recostado contra las paredes, sonriendo,
no se preocupe, señora, así estoy bien, con los talones en carne viva y las
espaldas escaldadas de tanto repetir lo mismo en todas las visitas, no se
preocupe, señora, así estoy bien, sólo para no pasar la vergüenza de desbaratar
la silla, y acaso sin haber sabido nunca que quienes le decían no te vayas,
Esteban, espérate siquiera hasta que hierva el café, eran los mismos que
después susurraban ya se fue el bobo grande, qué bueno, ya se fue el tonto
hermoso. Esto pensaban las mujeres frente al cadáver un poco antes del
amanecer. Más tarde, cuando le taparon la cara con un pañuelo para que no le
molestara la luz, lo vieron tan muerto para siempre, tan indefenso, tan
parecido a sus hombres, que se les abrieron las primeras grietas de lágrimas en
el corazón. Fue una de las más jóvenes la que empezó a sollozar. Las otras, alentándose entre sí,
pasaron de los suspiros a los lamentos, y mientras más sollozaban más deseos
sentían de llorar, porque el ahogado se les iba volviendo cada vez más Esteban,
hasta que lo lloraron tanto que fue el hombre más desvalido de la tierra, el
más manso y el más servicial, el pobre Esteban. Así que cuando los hombres
volvieron con la noticia de que el ahogado no era tampoco de los pueblos
vecinos, ellas sintieron un vacío de júbilo entre las lágrimas.
-¡Bendito sea Dios! – suspiraron -: ¡es nuestro!
TEMA
2
Los hombres
creyeron que aquellos aspavientos no eran más que frivolidades de mujer.
Cansados de las tortuosas averiguaciones de la noche, lo único que querían era
quitarse de una vez el estorbo del intruso antes de que prendiera el sol bravo
de aquel día árido y sin viento. Improvisaron unas angarillas con restos de
trinquetes y botavaras, y las amarraron con carlingas de altura, para que
resistieran el peso del cuerpo hasta los acantilados. Quisieron encadenarle a
los tobillos un ancla de buque mercante para que fondeara sin tropiezos en los
mares más profundos donde los peces son ciegos y los buzos se mueren de
nostalgia, de manera que las malas corrientes no fueran a devolverlo a la
orilla, como había sucedido con otros cuerpos. Pero mientras más se apresuraban,
más cosas se les ocurrían a las mujeres para perder el tiempo. Andaban como
gallinas asustadas picoteando amuletos de mar en los arcones, unas estorbando
aquí porque querían ponerle al ahogado lo escapularios del buen viento, otras
estorbando allá para abrocharle una pulsera de orientación, y al cabo de tanto
quítate de ahí, mujer, ponte donde no estorbes, mira que casi me haces caer
sobre el difunto, a los hombres se les subieron al hígado las suspicacias y
empezaron a rezongar que con qué objeto tanta ferretería de altar mayor para un
forastero, si por muchos estoperoles y
calderetas que llevara encima se lo iban a
masticar los tiburones, pero ellas seguían tripotando sus reliquias de
pacotilla, llevando y trayendo, tropezando, mientras se les iba en suspiros lo
que no se les iba en lágrimas, así que los hombres terminaron por despotricar
que de cuándo acá semejante alboroto por un
muerto al garete, un ahogado de nadie, un fiambre de mierda. Una de las
mujeres, mortificada por tanta indolencia, le quitó entonces al cadáver el
pañuelo de la cara, y también los hombres se quedaron sin aliento.
Era Esteban. No hubo que repetirlo para que lo reconocieran. Si les
hubieran dicho Sir Walter Raleigh, quizás hasta ellos se habrían impresionado
con su acento de gringo, con su guacamaya en el hombro, con su arcabuz de matar
caníbales, pero Esteban solamente podía ser uno en el mundo, y allí estaba
tirado como un sábalo, sin botines, con unos pantalones de sietemesino y esas
uñas rocallosas que sólo podían cortarse a cuchillo. Bastó con que le quitaran
el pañuelo de la cara para darse cuenta de que estaba avergonzado, de que no
tenía la culpa de ser tan grande, ni tan pesado, ni tan hermoso, y si hubiera
sabido que aquello iba a suceder habría buscado un lugar más discreto para
ahogarse, en serio, me hubiera amarrado yo mismo un áncora de galeón en el cuello y hubiera trastabillado como
quien no quiere la cosa por los acantilados, para no andar ahora estorbando con
este muerto de miércoles, como ustedes dicen, para no molestar a nadie con esta
porquería de fiambre que no tiene nada que ver conmigo. Había tanta verdad en
su modo de estar, que hasta los hombres más suspicaces, los que sentían amargas
las minuciosas noches del mar temiendo que sus mujeres se cansaran de soñar con
ellos para soñar con los ahogados, hasta ésos, y otros más duros, se
estremecieron en los tuétanos con la sinceridad de Esteban.
Fue así como le hicieron lo funerales más espléndidos que podían
concebirse para un ahogado expósito. Algunas mujeres que habían ido a buscar
flores en los pueblos vecinos, regresaron con otras que no creían lo que les
contaban, y éstas se fueron por más flores cuando vieron al muerto, y llevaron
más y más, hasta que hubo tantas flores y tanta gente que apenas si se podía
caminar. A última hora les dolió devolverlo huérfano a las aguas, y le
eligieron un padre y una madre entre los mejores, y otros se le hicieron
hermanos, tíos y primos, así que a través de él todos los habitantes del pueblo
terminaron por ser parientes entre sí. Algunos marineros que oyeron el llanto a
la distancia perdieron la certeza del rumbo, y se supo de uno que se hizo
amarrar al palo mayor, recordando antiguas fábulas de sirenas. Mientras se
disputaban el privilegio de llevarlo en hombros por la pendiente escarpada de
los acantilados, hombres y mueres tuvieron conciencia por primera vez de la
desolación de sus calles, la aridez de sus patios, la estrechez de sus sueños,
frente al esplendor y la hermosura de su ahogado. Lo soltaron sin ancla, para
que volviera si quería, y cuando lo quisiera, y todos retuvieron el aliento
durante la fracción de siglos que demoró la caída del cuerpo hasta el abismo.
No tuvieron necesidad de mirarse los unos a los otros para darse cuenta que de
que ya no estaban completos, ni volverían a estarlo jamás. Pero entonces
también sabían que todo sería diferente desde entonces, que sus casas iban a
tener las puertas más anchas, los techos más altos, los pisos más firmes, para
que el recuerdo de Esteban pudiera andar por todas partes sin tropezar con los
travesaños, y que nadie se atreviera a susurrar en el futuro ya murió el bobo
grande, qué lástima, ya murió el tonto hermoso, porque ellos iban a pintar las
fachadas de colores alegres para eternizar la memoria de Esteban y se iban a
romper el espinazo excavando manantiales en las piedras y sembrando flores en
los acantilados, para que en los amaneceres de los años venturos los pasajeros
de los grandes barcos despertaran
sofocados por un olor de jardines en alta mar y el capitán tuviera que bajar de
su alcázar con su uniforme de gala, con su astrolabio, su estrella polar y su
ristra de medallas de guerra, y señalando
el promontorio de rosas en el horizonte del Caribe dijera en catorce
idiomas, miren allá, donde el viento es ahora tan manso que se queda a dormir
debajo de las camas, allá, donde el sol brilla tanto que no saben hacia dónde
girar los girasoles, sí, allá es el pueblo de Esteban.
En que momentos de la obra se puede evidenciar el estilo indirecto libre
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
EliminarCuando las mujeres se imaginan los problemas de Esteban al visitar a sus vecinos, el narrador nos presenta el dialogo entre él y varias vecinas según la imaginación de las mujeres. Estos diálogos se integran con el texto sin la interrupción de comillas ni de un verbo como “dijo”, lo mismo que sucede más tarde cuando escuchamos un monólogo de Esteban a través de la fantasía de los hombres. Por medio de esta forma tan fluida, llamada estilo indirecto libre, el lector oye las palabras del ahogado, ya muerto, sin interrumpir los pensamientos de la gente del pueblo.
Eliminaralo
ResponderEliminarAlo
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